Este jueves se estrena en cines, la nueva película del australiano Sean Byrne, protagonizada por Jai Courtney.
Con Animales peligrosos, Sean Byrne confirma que su nombre ya no se escribe en los márgenes del género, sino en el centro de las conversaciones más interesantes sobre el terror contemporáneo. Si The Loved Ones se había ganado el estatus de film de culto y The Devil’s Candy expandía su universo con un híbrido entre lo satánico y lo íntimo, su tercera película se lanza de lleno a una fusión inesperada: el slasher y el cine de criaturas marinas. Una apuesta arriesgada que, como toda jugada de Byrne, se sostiene más en el tono y en el pulso visual que en la verosimilitud del guion.
La historia sigue a Zephyr (Hassie Harrison), una surfista rebelde que es secuestrada por Tucker (Jai Courtney), un psicópata que organiza falsos tours de buceo con tiburones para atraer a sus víctimas. El barco herrumbroso donde las retiene se transforma en un escenario de crueldad, donde los cuerpos drogados son lanzados al mar como alimento. Pero Zephyr no es la víctima pasiva del manual: su espíritu combativo y el lazo afectivo con Moses (Josh Heuston) hacen que el juego de supervivencia se vuelva menos predecible, marcado por huidas fallidas, persecuciones frenéticas y un enfrentamiento final que nunca abandona el mar abierto como amenaza latente.

El mayor hallazgo está en Tucker. Jai Courtney (famoso por Capitán Bumerang de Escuadrón Suicida) entrega aquí una de las actuaciones más sorprendentes de su carrera: un villano capaz de pasar de bailar en kimono con una copa de vino a mirar con frialdad los videos de sus víctimas, un asesino que resulta grotesco y fascinante al mismo tiempo. Esa dualidad lo eleva por encima del simple exploitation, convirtiéndolo en una figura digna de la galería de villanos memorables del género.
Byrne, una vez más, construye atmósferas con un cuidado artesanal. La fotografía de Shelley Farthing-Dawe aprovecha la claustrofobia del barco y el horizonte infinito del océano, mientras que el diseño sonoro de David White multiplica la tensión con crujidos metálicos, golpes secos y los rugidos profundos del mar. En ese cruce entre lo real y lo estilizado, el director no duda en incorporar imágenes de tiburones auténticos, que acentúan la delgada línea entre lo espectacular y lo repulsivo.
Donde el film muestra sus flaquezas es en el guión de Nick Lepard: la repetición del esquema de gato y ratón se vuelve excesiva, y las motivaciones de Tucker —vinculadas a un trauma infantil y a su obsesión con los escualos— carecen de la complejidad que el propio Byrne sabe imprimir a sus universos. Hay momentos en los que la historia parece alargarse para sostener la tensión, perdiendo así la oportunidad de profundizar en la psicología de los personajes.
Aun con esas limitaciones, Animales peligrosos es un espectáculo visceral, pensado para el goce de la medianoche: sangriento, claustrofóbico y tan consciente de sus excesos que los convierte en virtud. Byrne vuelve a demostrar que entiende los códigos del horror y que, sobre todo, sabe cómo retorcerlos para devolverlos al espectador en forma de experiencia sensorial. No será su obra más redonda, pero sí la confirmación de un director que filma el terror como un choque entre lo lúdico y lo cruel.