Este jueves llega a los cines argentinos la cuarta entrega de El Conjuro, con los Warren enfrentando un nuevo caso marcado por tensiones familiares y lo paranormal.
La cuarta entrega de El Conjuro se anima a volver a un terreno que parecía haber quedado en un costado en la tercera entrega: el de las familias numerosas, atrapadas en una casa demasiado pequeña para tantos cuerpos y demasiados secretos. Ocho personas conviviendo bajo el mismo techo en Pennsylvania: los Smurl, un nuevo caso que, como en las primeras películas de la saga, se mete de lleno en lo asfixiante del hacinamiento y en cómo el mal se filtra cuando no hay espacio para respirar.
La película arranca en 1964, con Ed (Orion Smith) y Lorraine Warren (Madison Lawlor) investigando el caso de un espejo maldito. Lo particular es que ella ya está embarazada, y tras enfrentarse con esa presencia sobrenatural se desencadena el parto de Judy, su hija, que más adelante quedará conectada de manera extraña con lo que atraviesa la familia Smurl, 22 años despues del nacimiento de la hija de los Warren. Ese punto de arranque es quizás uno de los aciertos de la entrega: mezcla lo íntimo con lo macabro, algo que la saga había dejado de lado.

A diferencia de las anteriores, aquí los Warren no irrumpen de inmediato en la historia. La primera parte del film se concentra en la dinámica interna de las familias, en sus tensiones cotidianas, en la resistencia a aceptar que lo que sucede dentro de la casa no puede explicarse de manera racional. Cuando finalmente aparecen, lo hacen con sus propias fracturas: Lorraine (Vera Farmiga) cada vez más exigida por sus visiones, y Ed (Patrick Wilson) debilitado por problemas cardíacos que lo acompañan desde el inicio del relato. La relación con Judy (Mia Tomlinson) también gana protagonismo: ahora, con Tony (Ben Hardy) como su nuevo prometido, la película trabaja un costado familiar pocas veces visto, casi como si quisiera equilibrar la fe y lo humano.
En términos estéticos, la película ofrece un detalle llamativo: al estar ambientada en 1986, la imagen de los Warren aparece disociada, casi fuera de época. La vestimenta de Lorraine desentona con lo que la sociedad de ese momento estaba viviendo. Y no es un detalle menor: la década del ochenta traía consigo una sociedad más descreída de lo religioso y lo paranormal, más distante de aceptar figuras como la de los Warren. Esa tensión se filtra en la percepción del espectador y alimenta la idea de que ya no son recibidos como “salvadores”, sino como figuras incómodas.
Si bien la película es extensa —dos horas que se sienten cargadas— nunca pierde el interés. La tensión escala con paciencia y llega a un clímax final explosivo y aterrador, que se guarda lo mejor para la última media hora. Esta vez, la película se diferencia de las influencias de El Exorcista o La Profecía, como sucedía en las anteriores. Hay ecos de Sam Raimi en su costado más diabólico, pero también un regreso a esa poesía oscura que había marcado las primeras entregas.
En un año fructífero para el género de terror, con títulos como Haz que regrese, Sinners, La Hora de la Desaparición y 28 años después, El Conjuro 4: Últimos Ritos queda un escalón más abajo. Pero aun así, funciona como una entrega que se arriesga a explorar grietas internas, a mostrar a los Warren más frágiles, cuestionados y humanos. Y quizás ahí radique lo más inquietante: el verdadero terror no está solo en la casa embrujada, sino en lo que se resquebraja dentro de quienes se enfrentan al mal.
PD: Hay una escena post-créditos con material de archivo