Este jueves se estrena en cines, la película noruega que reversiona el clásico La Cenicienta y subvierte los cánones de belleza tradicionales a través del horror corporal.
Desde el primer minuto, La hermanastra fea deja claro que no viene a endulzar ningún recuerdo de infancia. Emilie Blichfeldt agarra el mito clásico y lo despelleja con bisturí, hasta dejarlo irreconocible. Lo que era un relato de virtud y castigo se transforma en una historia sobre mutilación, deseo y supervivencia dentro de un mundo que se empeña en convertir la belleza en moneda de cambio.
Elvira (Lea Myren) vive bajo el mandato estético de su madre, Rebekka (Ane Dahl Torp), una mujer que ha confundido la ambición con la salvación. En una sociedad donde el cuerpo se vuelve un pasaporte social, Rebekka decide “pulir” a su hija para garantizar su futuro. Lo que sigue es una serie de procedimientos —dietas, correcciones, cirugías improvisadas— que van moldeando a Elvira como si fuera una obra de arte sin derecho a opinar. Blichfeldt filma esas transformaciones con una mezcla de horror y melancolía, mostrando que la violencia puede disfrazarse fácilmente de cuidado.

La película se mueve entre lo grotesco y lo poético, con una puesta en escena que parece salida de un sueño febril: luces frías, pasillos interminables, espejos que devuelven versiones distorsionadas del rostro. En ese universo sofocante, Elvira y su hermana Alma (Flo Fagerli) intentan sostener algo parecido a la identidad, aunque todo a su alrededor esté construido sobre el artificio.
Lo que más sorprende es cómo La hermanastra fea subvierte los roles del cuento original. La “fea” ya no es la villana, sino la víctima de un sistema que mide el valor femenino por su capacidad de agradar. Y la belleza, lejos de ser recompensa, es una forma de castigo. Cada gesto de Elvira —cada respiración entre lágrimas— parece recordarnos que el cuerpo no siempre pertenece a quien lo habita.
Lea Myren hace un trabajo notable, casi físico en su entrega. No actúa: se descompone. Su mirada, entre la sumisión y la furia contenida, sostiene la película. A su lado, Thea Sofie Loch Næss construye una hermanastra que no es rival, sino espejo: otra mujer atrapada en la ilusión del perfeccionamiento. Blichfeldt no busca redimirlas; las deja convivir en la herida.
En su tramo final, el film abandona cualquier esperanza de redención. No hay príncipe azul, solo un poeta vacío (Isac Calmroth) que repite las mismas frases de amor que justifican el sometimiento. No hay hada madrina ni rescate. Solo cuerpos exhaustos y el eco de una pregunta: ¿cuánto dolor puede soportar alguien para ser vista como “bella”?
Con ecos de Cronenberg y una sensibilidad cercana a The Substance, La hermanastra fea transforma el cuento de hadas en un campo quirúrgico donde se disecciona la idea misma de feminidad. No busca moralejas: busca incomodarnos. Y lo logra. Porque al final, cuando Elvira vuelve a mirarse al espejo, lo que se ve no es un rostro nuevo, sino la sombra de todo lo que le arrebataron.