Este jueves se estrena el final de la versión cinematográfica del musical que reinterpreta el cuento sobre la malvada bruja del oeste de El Mago de Oz.
Retomando el universo planteado en la película anterior, la película de Jon M. Chu, basada en el musical de Broadway, esta vez se expande hacia un territorio más oscuro, más político y contemporáneo. Elphaba, demonizada ya como la Bruja Malvada del Oeste, vive oculta en los bosques de Oz, casi convertida en un mito clandestino que sigue luchando por los animales silenciados y, sobre todo, por revelar esa verdad incómoda que conoce sobre el Mago. Cynthia Erivo encuentra en esta etapa del personaje un registro desgarrado y firme: es una Elphaba marcada por la derrota, pero no domesticada.
En la vereda opuesta —y al mismo tiempo trágicamente cerca— Glinda (Ariana Grande) vive su esplendor público. Convertida en el símbolo absoluto de la bondad oziana, instalada en un palacio de la Ciudad Esmeralda y moldeada con mano firme por Madame Morrible (Michelle Yeoh), se transforma en un bálsamo oficialista, una figura que tranquiliza a las masas, un brillo glamoroso al servicio de un poder que sabe manipular imágenes mejor que ideas. La fama crece, el público la adora, y mientras se prepara para su boda con el príncipe Fiyero (Jonathan Bailey), la ausencia de Elphaba la carcome. Ese desgarro íntimo —la imposibilidad de tender un puente entre lo que ama y lo que el sistema espera de ella— es el verdadero nudo emocional de su recorrido.

La película reconstruye este mundo como un ecosistema político donde la percepción vale más que los hechos. Y ahí aparece su gesto más actual: Wicked: Por Siempre no solo continúa la historia, sino que la reconfigura desde categorías contemporáneas. Fake news, operaciones de prensa, discursos acomodados, relatos oficiales que se imponen sobre cualquier evidencia. El Mago reaparece como un maestro del sentido, un arquitecto de la manipulación que no necesita controlar la realidad si puede controlar el modo en que la sociedad la interpreta. Y aunque la película no profundiza tanto como podría, sí vuelve evidente la discusión, la trae al centro y la convierte en una reflexión incómoda.
La tensión entre Glinda y Elphaba avanza atravesada por ese clima: lo personal queda contaminado por lo político, lo íntimo por la narrativa dominante. Los intentos de Glinda por reconciliarlas fracasan, empujándolas en direcciones opuestas y dejando en medio a figuras como Boq, Fiyero y Nessarose, cuyas vidas se ven modeladas por un torbellino de decisiones, percepciones públicas y heridas privadas. Cuando una chica de Kansas irrumpe en escena —sí, esa chica de Kansas— todo se precipita y la multitud enfurecida exige una culpable.
Wicked: Por Siempre subraya un punto certero: una vez que una mentira se instala, aunque después se quiera corregir, ya impregnó la memoria colectiva. Revertirla requiere una batalla cultural, una insistencia capaz de disputar no solo los hechos, sino la emoción adherida a esos hechos. Y ese concepto, trabajado desde un musical de fantasía, es lo que vuelve a esta secuela más atractiva de lo que parece.
Hay escenas que llegan rápido, resoluciones algo apuradas, y una sensación de aceleración narrativa en ciertos tramos. Pero aun así, la película sostiene su corazón emocional: una amistad que desafía al poder, dos mujeres obligadas a verse con honestidad en un mundo donde la verdad ya no es lo que ocurre, sino lo que los demás deciden creer. Sin reinventar el formato, pero sí ampliando su alcance temático, Wicked: Por Siempre se consolida como una continuación digna y un cierre efectivo. Mantiene su espíritu lúdico, reconfigura el mito y lo cruza con preguntas sobre relato, verdad y poder.