Este jueves se estrena en cines argentinos la nueva película del director griego de La Langosta, El Sacrificio del Ciervo Sagrado, La Favorita y Poor Things, entre otras.
Hay directores que construyen mundos. Y hay directores —muy pocos— que se dedican a desarmarlos. En los últimos años, Yorgos Lanthimos parece haber elegido ese segundo camino, pero con un espíritu extraño: el de alguien que juega con piezas rotas como si fuesen un rompecabezas nuevo. Algo cambió en él. La solemnidad que alguna vez lo definió se volvió, de repente, un disfraz incómodo. Hoy parece más interesado en la travesura que en la metáfora; más en el ruido detrás del telón que en el telón mismo.
Bugonia nace desde ese gesto casi punk. No porque sea ruidosa, sino porque se burla del orden. De cualquier orden. De cualquier certeza. La película podría contarse como la anécdota absurda de dos tipos convencidos de que una ejecutiva es un alien. Pero Lanthimos no filma un secuestro: filma el derrumbe de las explicaciones fáciles. Y nos encierra con sus personajes en un cuarto donde la cordura es un visitante ocasional.
Lo interesante es cómo reparte sus dardos. No se queda con el blanco grande y obvio —el conspiranoico clásico— sino que apela a la ironía para apuntar también contra esa lógica empresarial que te promete equilibrio mientras te exprime hasta el agotamiento, contra el discurso de eficiencia emocional, contra el culto a los líderes que no lideran nada. La película no es un ataque: es una burla que reconoce que todo el sistema, desde el más paranoico hasta el más corporativo.

El corazón de esa fragilidad es Teddy, el personaje de Jesse Plemons. Y acá Lanthimos elige hacer algo poco habitual en esta etapa suya: espiar un origen. No para justificarlo, sino para mostrar que debajo del fanatismo hay algo dolorosamente humano. Un duelo mal cerrado, un montón de mentiras que se volvieron refugio, la necesidad desesperada de que alguien —cualquiera— le diga que su herida tiene un sentido. De pronto, Teddy deja de ser un arquetipo y se convierte en una herida que encontró un delirio donde apoyarse. Plemons lo interpreta con una mezcla imposible: ternura negada, rabia, desconcierto, vulnerabilidad torpe. Es, sin exagerar, quien sostiene la película cuando Lanthimos decide empujar todo al borde del disparate.
En términos visuales, Bugonia es menos exuberante que Poor Things. Más contenida. Más encerrada. Ese uso de VistaVision para generar claustrofobia emocional es, quizás, lo más estimulante del apartado formal: esa idea de que los personajes están atrapados en su propia lógica, que cuanto más creen entender, más chico se vuelve el espacio que habitan. Emma Stone —como pasa cada vez que trabaja con él— es algo así como su idioma, una continuidad natural de su mirada. Pero es Plemons quien realmente dobla el clima de la película, quien la lleva de la comedia absurda al drama íntimo sin que el relato pierda el equilibrio.
Si uno mira Bugonia desde arriba, lo que aparece es una sátira donde la humanidad se comporta como un grupo de chicos peleando por quién tiene razón, mientras el director, desde el fondo, agita la caja para ver qué hacen. Y lo fascinante es que, incluso con su final demasiado evidente y algunos baches que quedan a la vista, el viaje tiene una frescura inesperada. Porque Lanthimos está en un modo particular: el de alguien que prefiere reírse del caos antes que pretender ordenarlo.
¿Es polémica? Sí. ¿La van a acusar de lo que sea? También. ¿Le importa? En absoluto. Incluso se da el lujo de recordar que la película es un remake, como si dijera: “Hasta copiando puedo incomodarte”. Ahí está la gracia. El truco donde Lanthimos juega con nosotros, pero siempre con la sonrisa de alguien que ya sabe cómo termina la partida.