Este jueves se estrena en cines argentinos una nueva adaptación cinematográfica del clásico comic creado por James O´Barr.
Hay películas que tienen un aura que las eleva por sobre las demás del mismo género. Películas que quedan en la memoria de muchos para muchos. Aquellos que en los 90 fuimos testigos del estreno de The Crow de Alex Proyas (Yo, Robot) sabrán de los que le hablo. Presentada en muchos ámbitos como «la película donde falleció trágicamente Brando Lee«, el hijo de Bruce Leé, el film tenía una mística especial. Pero no por el trágico suceso, sino por su factura técnica y conceptual: oscura, gótica; reflejaba artísticamente y con dureza el concepto del dolor y la ira del comic de James O’Barr (recordemos que el historietista lo realiza después de la trágica muerte de su novia en manos de un conductor ebrio). A eso le sumabamos la música, una banda sonora que era el complemento perfecto, que se daba el lujo de reunir a The Cure, Stone Temple Pilots, Nine Inch Nails (reversionado Dark Souls de Joy División), Rage Against The Machine, Rollins Band, Helmet y Pantera, entre otros.
Treinta años después de ver la obra de James O’Barr en pantalla grande y luego de fallidas secuelas y serie (hasta un film coprotagonizado por Iggy Pop), vuelve a tener una adaptación cinematográfica, esta vez, de la mano de Ruper Sanders, cuyo prontuario era llevar al formato audiovisual el cómic Ghost in The Shell y la versión de Blancanieves con Kristen Stewart y Chris Hemsworth. Reemplazar a Brando Lee quedó en manos de Bill Skargard, actor joven, que luego de sorprender en el papel de Pennywise en IT de Andy Muschetti, viene haciéndose lugar en el género de acción, coprotagonizando John Wick 4 y Contra Todos.
Ahora, la pregunta es: ¿Se puede superar una obra de semejante magnitud? Para quienes vivimos el estreno siendo jóvenes, seguro que no, ya que es inevitable caer en la comparación y ahí puede salir perdiendo en varios aspectos. Pero cada generación merece forjar sus propios mitos cinematográficos, y con esta idea en mente, el regreso de la franquicia tenía que alejarse de la primera película. Por eso, esta nueva entrega no pretende ser una simple continuación, sino una reimaginación del célebre cómic de James O’Barr, buscando establecer su propio legado. Es bajo esta perspectiva que debemos evaluarla.
La película apuesta por retratar a sus protagonistas (Eric Draven, interpretado por Skargard, y Shelly Webster, por FKA Wigs) como dos almas perdidas, víctimas tanto de un entorno indiferente como de sus propias decisiones juveniles. La trama se toma su tiempo para construir el vínculo entre ellos, mientras nos lleva a través de los bajos fondos, las altas esferas y las instalaciones de un sistema de salud carcelario, en una ciudad fría y deshumanizada. Los edificios colosales, túneles oscuros y avenidas desiertas refuerzan esta identidad industrial, acentuada por el ritmo del post-punk de Joy Division, el indie rock de bandas como The Veils y el lirismo de Enya.
Este escenario sombrío, adquiere otra luminosidad con el romance de la dupla protagónica, quienes se conocen en un centro de detención. El amor de ambos cobra fuerza a medida que la trama avanza lentamente, reforzando el plano simbólico en tatuajes y otras marcas en la piel. El tono cambia cuando la tragedia sucede y la necesidad de venganza toma forma en el alma destruida de Eric. Todo lo poético y romántico de la primera parte, da lugar a la violencia, cruda y gráfica, que se entrelaza con la teatralidad grandilocuente de la música clásica.
Pero, a pesar de que la película cuenta con un concepto sólido y un planteo interesante, la falta de peso de un villano potente, interpretado por Danny Huston, cuya motivación de encontrar a Shelly, basada en la búsqueda de una supuesta evidencia peligrosa, se revela como algo insustancial. Se puede entender porque, de alguna manera, sirve para no opacar el concepto principal, la historia de amor. Lo que se desaprovecha y no se profundiza es una premisa intrigante: un personaje que ha convivido con el dolor desde su infancia y que, ahora, cada vez que su cuerpo se regenera de una herida, revive ese sufrimiento de manera intensa. Esta idea, que podría haber añadido una capa profunda a la historia, queda sin la exploración que merecía.
A pesar de sus limitaciones y evitando caer en las comparaciones (resulta muy dificil para alguien contemporáneo a la adaptación de Proyas), esta nueva versión de El Cuervo es un producto entretenido y de buena factura técnica. Si a eso le sumamos la fuerte presencia escénica de Bill Skargard, bien secundado por FKA Twigs, y unas buenas dosis de gore, terminan dando una aceptable puerta de entrada para las nuevas generaciones a la obra James O´Barr.