La Muerte de un Perro de Matías Ganz. Crítica.

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Guillermo Arengo y Pelusa Vidal se lucen en La Muerte de un perro.

El perro es una forma de conjurar el angustiante aislamiento vital de las ciudades globales. Ofrece compañía y cariño a cambio de casi nada: su manutención es relativamente económica y su demanda afectiva, limitada. El perro lo da todo y al mismo tiempo mantiene su umbral de exigencia en niveles tranquilizadoramente controlados. Pero todo ese control que pensamos tener sobre el perro no es tal si lo miramos desde afuera. Jerry Seinfeld cuenta en un célebre monólogo que “Juntar la caca de los perros es lo más bajo que puede hacer un ser humano. Si los extraterrestres un día ven eso a través de un telescopio, pensarán que los perros son los líderes de la Tierra. Si ven a dos seres, uno de ellos hace caca, y el otro la recoge y se la lleva, ¿quién pensarán que manda?”. Lo mismo sucede con el control sobre nuestras acciones. La paranoia, la sensación de inseguridad, la desconfianza son sensaciones que silenciosamente se van retroalimentando mayormente por factores externos, pero que no nos damos cuenta si no es por la mirada del otro. Esas sensaciones son las que afectan a la pareja protagonista de La Muerte de un perro.

Desde sus primeras escenas con unos perros corriendo y jugando en un campo con la música clásica de fondo nos trasladan a lo que puede denominarse una vida armoniosa. Ese tipo de vida parece ser la de nuestra anciana pareja protagonista, Mario (Guillermo Arengo) y Sylvia (Pelusa Vidal), pero no es tan así. Ella está jubilada, pero pasa mucho tiempo en casa, temiendo que la empleada doméstica, Guadalupe (Ruth Sandoval), le robe o que los mendigos vuelvan a la puerta de su casa. En cambio, Mario es un veterinario distraído que comete un error en una operación rutinaria al perro del título. El problema comienza cuando intenta encubrir este error profesional sugiriendo la opción de la cremación a la dueña del perro (Ana Katz), que acepta en un principio, pero luego cambia de opinión, dando lugar a una serie de protestas tanto en Facebook como en la puerta de la clínica de Mario.

Para colmo de males, la casa de Mario y Sylvia, situada en las afueras de Montevideo, sufre un robo y es saqueada en su ausencia, mientras visitaban a su hija (Soledad Gilmet) y su familia. La pareja se muda temporalmente a la casa de su hija, pero la paranoia de Sylvia también empieza a afectar a Mario y se descontrola, animando a la pareja a considerar extrañas teorías conspiratorias sobre los acontecimientos recientes que involucran a Guadalupe, la empleada doméstica.

Con un ritmo parsimonioso (propio de la edad de los protagonistas), el film nos sumerge en un espiral incontrolable de angustia y paranoia. Haciendo gala de una notable sapiencia para el uso del humor rápido e irónico, Ganz logra construir un relata universal, que cruza a cualquier sociedad pequeña-burguesa. El director demuestra habilidad para la narración y le imprime una mirada muy precisa sobre la paranoia relacionada con la clase social y a la vejez, pero también sobre el bombardeo mediático al que estamos sujetos (de fondo se escuchan las noticias sobre delitos). Siempre con un suspenso constante, gracias al uso de la música como medio para crear la atmósfera de la película. Pero quienes se llevan todos los aplausos son la dupla protagonista. Arengo y Vidal logran configurar dos personajes torpes y complejos, que se irán degradando poco a poco, a medida que sus instintos paranoicos y su falta de control empiece a hacer mella en su psiquis.

Coqueteando con el cine de los hermanos Coen, La Muerte de un perro no tiene violencia explícita pero sorprende al espectador con sus vueltas de tuercas plenas de salvajismo. Un austero y eficaz relato sobre los miedos, los prejuicios y la inseguridad, pero también una mirada irónica hacia una sociedad donde la vida de un ser humano tiene menos valor que la de un perro.

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