Se estrenó en la plataforma Netflix la nueva miniserie del creador de La Maldición de Hill House y La Maldición de Bly Manor. (Crítica con spoilers)
Partiendo de sus historias de fantasmas del pasado, cuesta considerar a Misa de medianoche como una serie de terror. Porque más allá de su ambientación, la antología de Flanagan intenta responder preguntas complejas, la principal: ¿cómo avanzamos en la vida cuando en nuestro interior hay oscuridad, culpa y dolor?. No asusta con muertos vivos, con asesinatos violentos, con escenas de sobresaltos, ni con persecuciones slasher. Si asusta con la profundidad en la que sumerge al televidente (o espectador) y con las infinitas dudas que nos deja dando vueltas. Porque más allá de ser una meditación sobre la pérdida, el dolor, la ira y la culpa, también es una amalgama de lo que hace que la condición humana sea tan confusa en medio de su propia existencia. Flanagan está preocupado por la falta de esperanza, compasión y abrumadora falta de empatía de las humanidades hacia los demás. Es como una revelación de lo que acecha debajo de la humanidad, sin embargo, al mirar más profundo, hay un pequeño destello de luz que aún logra brillar en medio de la profunda oscuridad. “Eso es lo que significa tener fe. Que en la oscuridad, en lo peor, en ausencia de luz y esperanza, cantamos ” reza más de una vez la serie.
Protagonizada por Kate Siegel, Zach Gilford, Rahul Kholi, Hamish Linklater y muchas otras figuras, Midnight Mass se desarrolla de la misma manera en que el público queda al final: en un completo caos y confusión. Sin embargo, dentro de ese viaje filosófico y espiritual que nos propone en la serie, la confusión adquiere un significado completamente nuevo. Todo empieza cuando Riley Flinn (Zach Gilford) regresa a la gris isla Crockett. La población del inhóspito y remoto lugar en medio del vasto océano: unos humildes 127. Después de pasar tres años en prisión por cometer un homicidio involuntario, Riley regresa al lugar del que ha estado huyendo toda su vida, por una razón: no tiene a dónde ir. Una ciudad desolada y devastada, que apenas se aferra a lo que solía ser después de grandes derrames de petróleo y grandes tormentas que la dejó sin ninguna esperanza de progreso.
Pero la historia de Riley es simplemente una pequeña estrella en medio de una galaxia nebulosa que es Misa de Medianoche (dicho así porque el concepto de lo cósmico da vueltas en la cabeza del personaje). En la isla, todo el mundo está sufriendo, todos están sobreviviendo, y, lo que es peor, todos han perdido la esperanza. Ya sea el padre de Riley por la falta de prosperidad económica en la pesca después del derrame de petróleo o Erin Green (Kate Siegel) por su matrimonio abusivo, Pero la serie, trata de restaurar esa esperanza, dándole sentido al dolor. La trama del sacerdote que regresa y desata a esta bestia haciéndose pasar por un ángel de Dios es solo una distracción, porque en el corazón de la serie está la duda siempre arremolinada de la humanidad. La duda de analizar lo que realmente importa en el gran abismo de este mundo.
Para tratar de dilucidar algo o sacar algo en limpio, y saciar esa necesidad del ser humano de tener certezas, Flanagan recurre a lo que siempre ofrece en cada una de sus antologías: monólogos largos y llamativos en su estructura que mantienen a un espectador como rehén de un diálogo meticulosamente diseñado, complejo, pero por sobre todas las cosas, naturales, realistas y espontáneos. Cada palabra importa, ya sea cuando Riley y Erin están reflexionando sobre lo que sucede después de morirnos o en los sermones del padre Paul, todos están profundamente empapados de sufrimiento. Una combinación que define la vida en este mundo y que hace que no nos tome por sorpresa cuando el padre Paul admite que detrás de sus acciones está el amor. O cuando el espectador descubra que Sarah Gunning (Annabeth Gish) es su hija amada con Mildred Gunning (Alex Essoe). El padre Paul pensó que podía hacer retroceder el tiempo para colgar los hábitos y conocer a su hija; quizás de forma egoísta, pero siempre con amor en el corazón.
Debido a que la serie no reconoce al «villano» en el formato clásico de «el bien contra el mal», el mismo aparece representado se presenta como «la justicia divina». La misma toma cuerpo en Beverley Keane, en una increible actuación de Samantha Sloyan, que nos hace recordar a Margaret White de Piper Laurie, la despiadada madre devota religiosa de Carrie. Acá son los peligros de jugar a ser Dios en la Tierra que hace que Bev se convierta en una fuerza impulsora del odio y el racismo. Bev segrega arbitrariamente a los que son «buenos» y «malos», a veces de manera explícita, como llamar al sheriff Hassan (Rahul Kohli) terrorista solo porque es musulmán; otras, de forma mucho más sutil, como hablar sobre el sheriff Hassan en una conferencia de padres y maestros sobre la semántica de la religión. O comentarios pasivo-agresivos sobre el embarazo de Erin y su condición de madre soltera, Beverly representa las ataduras del catolicismo y su naturaleza opresiva, arraigada en el conservadurismo y la exclusión de la «otredad».
Sin embargo, a pesar de la existencia de Bev como reflejo de lo más siniestro del ser humano, Midnight Mass se encarga en resaltar que lo que realmente nos une a todos es el amor. Es la idea de que nuestros dolores y tristezas se pueden curar. Pero solo pueden sanar si nos permitimos cuidar de los demás, sacrificar por los demás lo que haríamos por nosotros mismos. Por eso Riley renuncia a la inmortalidad de Erin en ese barco, dejando que las llamas consuman su cuerpo hasta que se convierta en cenizas Al darse por vencido por Erin, Riley también se perdonó a sí mismo. Dejó ir la culpa, el dolor y el dolor que había estado cargando desde la secuencia inicial de la serie. Es el tipo de renacimiento que más anhela, algo más que preguntar por el perdón, pero permitiéndose ser perdonado. Una escena trabajada en múltiples registros que no tratan solo de la culpa de Riley, se trata del amor y de su siempre compleja existencia abstracta en nuestro mundo.
MIke Flanagan nos da un caleidoscopio de dramas e historias personales, con infinitas profundidades. Hay un sinfín de comentarios que se pueden decir sobre Misa de Medianoche y ese es su principal atractivo. Aunque lo llamativo es que no predica, sino que nos hace sentir parte del sermón, permitiendo a los espectadores eliminar la naturaleza complicada de ser un ser humano en esta Tierra, algo que en la maravillosa The Leftovers de Damian Lindelof ya había sido abordado en un tono más dramático. El terror fantasmal y visceral no está presente, salvo en los últimos dos capítulos donde todo se descontrola. Lo que rodea casi toda la serie es un miedo existencial que nos llena de dudas, que la transforman en algo superador en relación a las anteriores producciones del Flanagan para Netflix (The Haunting of Hill House y The Haunting of Bly Manor). Puede resultar complejo contado así y meterse en la amarga dinámica inicial puede generar rechazo, pero no hay que tenerle miedo porque al final termina siendo un respiro profundo y emocional necesario para reflexionar en el contexto actual