Este jueves se estrena en cine la nueva película de Sebastián Perillo, director de Amateur y La noche son de los monstruos.
¿Qué pasa cuando el futuro se imagina con recursos mínimos, pero ideas potentes? Biónica, la nueva película de Sebastián Perillo, propone una ciencia ficción austera, casi teatral, encerrada entre paredes frías de laboratorio, pero con la mente puesta en los grandes dilemas tecnológicos. Con apenas cuatro personajes y una única locación, la película se las arregla para discutir los límites de la inteligencia artificial, la ética científica y la identidad humana sin perder tensión ni estilo.
La historia gira en torno al doctor Wuntz (un magnético Fabián Arenillas), un científico obsesionado con el desarrollo de prótesis neuronales que permitan ampliar las capacidades humanas. Lo acompañan su hija Ariadna (Luciana Grasso), atrapada entre el mandato paterno y su vocación musical, y Bruno Larsen (Santiago Pedrero), un neurólogo sumiso, víctima del maltrato y de sus propios conflictos éticos. Todo se intensifica con la llegada de Julia (Julia Martínez Rubio), una mujer cuadripléjica que acepta someterse a un tratamiento experimental radical amparado en una legislación del futuro: la Ley de Resurrección.
Según esta ley, las personas con enfermedades irreversibles pueden optar por una eutanasia legal y voluntaria, con el fin de que sus cuerpos sean utilizados en prácticas científicas que les permitan “volver a la vida” con un cuerpo sano, e incluso mejorado. En este marco, Julia se transforma en un experimento vivo, una paciente muerta y revivida con nuevas habilidades: baila, patina, pilota helicópteros. La promesa de una segunda oportunidad se mezcla con la idea de que el cuerpo puede ser reconfigurado como una máquina. ¿Pero a qué precio?

La película funciona como una suerte de Ex-Machina argenta, donde la tensión entre la creación y el control, entre lo humano y lo artificial, se condensa en un espacio cerrado y en diálogos cargados de ambigüedad. El dispositivo es claro: una mujer «mejorada» por la tecnología, que pone en crisis los límites de lo humano. En ese juego, la película dialoga abiertamente con clásicos como La mujer biónica, Matrix o los viejos relatos pulp de IA y transhumanismo. Pero también hay una sensibilidad local, casi artesanal, que le da a Biónica una identidad propia.
Perillo ya había dejado ver estas influencias en La noche son de los monstruos, donde lo fantástico se colaba en un contexto reconociblemente argentino. Acá redobla la apuesta con una estética retrofuturista: sintetizadores, planos amplios, atmósferas frías que remiten tanto a Cosmos de Carl Sagan como a esas películas de «Sábados de Súper Acción» que marcaron una época.
Más allá del homenaje, Biónica plantea preguntas genuinas sobre el poder, la autonomía, el consentimiento y la tentación de jugar a ser dios. Y lo hace con recursos limitados, pero con una dirección sólida y un elenco comprometido. La ciencia ficción, cuando es buena, no necesita efectos especiales: le basta con una idea inquietante y el coraje de llevarla hasta sus últimas consecuencias. En ese sentido, Biónica es un ejemplo de cómo se puede pensar el futuro desde un laboratorio pequeño, pero con imaginación sin límites.